El brillo me deslumbró por un solo instante, la bestia que blandía su hacha de batalla de un lado hacia otro la había levantado para asestar un golpe, instante en el cual, el sol que brillaba en lo alto había atinado uno de sus haces en el filo del arma de mi enemigo. Pude ver el hacha que bajaba con la furia propia de una leona protegiendo a su cría, hacia mi hombro, mientras escuchaba la agitación de la batalla que me rodeaba y podía oler la sangre de mis hermanos caídos. El duelo singular se había extendido por más de un minuto, o un día, o un año, pero aquel podía ser el último golpe.
Ví el arma bajando hacia mí y pude distinguir en los ojos rojos de mi oponte una furia contenida que llevaba ahí aún más años que yo y que él. Ví por fin el arma acercarse y adiviné su sonrisa, con el triunfo grabado en ella, de quien a esperado un centenar de años para zanjar una afrenta.
El hacha que bajaba certera hacia mí, pasó de largo, silbando, por mi lado diestro, cuando en un ágil y rápido movimiento me tiré a un lado y hacia él. Había logrado esquivar aquel golpe mortal y lo que era aún más glorioso fué que en ese mismo movimiento logré asestar mi cuchillo, de la mano izquierda, entre las junturas de la armadura del tórax de aquella abominación.
El grito fue uno e intenso, expresaba en él el dolor de lo perdido, la humillación de la derrota, la angustia de aquello buscado que al instante de estar al alcance de la mano se cae y se rompe en mil pedazos. Los clamores del alrededor tornaron en lamentos y sollozos. La sangre, que empezó a caer por la herida, calentó mi mano entumecida. Pude sentir el palpitar de su ya débil corazón tratando de bombear la sangre a su pequeño cerebro y con cada uno de ellos un borbotón de sangre salía y calentaba aún más mi mano.
Sentí el terror que se producía alrededor, aquel terror que solo podría producir la caía de un gran capitán y el advenimiento de una derrota inminente. Sentí él miedo, la angustia, el desvarío. Percibí sensaciones de miles de seres que me rodeaban o por lo menos eso quise creer.
La bestia sujetaba aún el hacha con ambas manos, mientras inclinaba su cuerpo levemente hacia mí. Levanté mi vista y fijé mi mirada nuevamente en su rostro. Mi sorpresa fue grande al ver que el rostro de aquella criatura no había cambiando ni un ápice. Podía ver aún en aquellos ojos rojos la furia desatada, pude ver al fin en su sonrisa el triunfo que esperó siglos en llegar, pude adivinar en el rostro la tranquilidad, aquella tranquilidad que solo puede tener aquel que sabe algo más que el resto; y decidí que algo no estaba del todo bien.
Sentí nuevamente la sangre resbalando por mi mano, fue por fin cuando me di cuenta, con cierta tristeza, que era lo que estaba mal. Por fin había logrado abrir mis ojos en aquel sueño instantáneo para presenciar en toda su crueldad la triste realidad.
Aquel golpe formidable no había sido esquivado, el hacha se encontraba hundida desde mi omoplato hasta mi tórax y la sangre que sentía fluir por mi mano no era otra más que la mía. Intentaba sujetarme para no partirme por la mitad y me escuchaba diciéndome a mi mismo que todo iba a ir bien que no era nada, mientras tanto comenzaba a sentir el gusto a mi sangre en la boca, mi sangre, que a la vez comenzaba a ahogarme.
Todo había sido un sueño, una alucinación. Un maravilloso sueño de un moribundo, un último sueño. Podía escuchar nuevamente el bullicio a mi alrededor mientras caía sobre mis rodillas. Podía escuchar a aquellas criaturas gritar por la victoria de su comandante, pero me tranquilizaba que los gritos se escuchaban cada vez mas lejos. Las figuras a mi alrededor comenzaban a difumarse mientras me desplomaba sobre mi ser, tomando con mis pocas fuerzas mi brazo derecho y me repetía que todo iría bien.
Mi cabeza cayó por fin al lado de unos de mis compañeros muertos anteriormente y al ver su rostro sin vida supe que algo estaba mal, yo no debería estar ahí ya que mientras me ahogaba con mi sangre, mis ojos se cerraban y sentía la pisada de mi enemigo sobre mí, yo me repetía que todo iba a ir bien.